Hace tres días los medios de
comunicación se hacían eco del aumento en un 50 % de las menores
atendidas por los servicios regionales de la Comunidad de Madrid en
el último año. Todo ello como consecuencia de actos de violencia de género,
tanto de maltrato psicológico como físico o incluso agresiones
sexuales. La más joven tenía 12 años. El conjunto de solicitantes
de atención correspondía a un espectro enormemente amplio en cuanto a
su nivel socioeconómico, la pertenencia a familias más y menos
estructuradas y otros indicadores.
A unas horas del comienzo de curso no
se me ocurre una llamada más a propósito, corroborada por otros
análisis y estudios, para invitarnos a profundizar en la coeducación
como profesionales docentes y como organizaciones, a tomar conciencia
de un problema que, lejos de desaparecer, a pesar de lo que pudiera
pensarse, se enquista en nuestra sociedad y constituye una vergüenza
para quienes formamos parte de ella. Una lacra que, de una manera o
de otra, va a limitar a las personas que educamos e incluso va a
truncar sus vidas.
Tomemos el curso como una oportunidad
de romper esta dinámica destructiva. Está claro que no podemos
desactivarla solas y solos pero también que, de no hacer nada contra
ella, de no asumirla como un compromiso, más allá de una visión
limitada de nuestra tarea, seremos culpables de su trágica
continuidad.
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